Los usuarios de internet han caído en la cuenta. Les ha costado muchos años, pero ahora empiezan a comprender parte del funcionamiento de los servicios digitales más populares. La máxima de «cuando un producto es gratis es porque el producto eres tú» cobra mayor significado estos días después de la pérdida de inocencia de Facebook a raíz del escándalo Cambridge Analytica. Esta polémica ha levantado la alfombra de las operaciones que ejercen las compañías con servicios digitales. El negocio está en los datos, en los que voluntariamente cedemos. Todo queda registrado. Siempre deja un rastro pero, desde hace algún tiempo, parece que empieza a preocupar a la sociedad qué es lo que hacen con ellos a pesar que lo llevan haciendo años.
La mayoría de estos servicios solo exigen unos pocos datos para poder registrarse. Una red social como Facebook obliga a introducir como mínimo (es decir, obligatoriamente) solo un nombre y una fotografía para poder generar el perfil. Y, por supuesto, una dirección de correo electrónico que vincular. Sin esta información no es posible formar parte del club. Eso lo asumimos. Una vez dentro, anima a los usuarios a rellenar su biografía, cuanto más detallada y completa mejor.
La idea es, por tanto, que interactuemos, que subamos fotos, que le demos a «me gusta». Estos movimientos quedan registrados y, aunque ofrecen opciones para gestionar la privacidad, no todos los usuarios las tienen en cuenta. Si fuera así, nos llevaríamos menos sustos. Además, estas plataformas se reservan el hecho que todo aquello que publicamos les pertenecen. Lo hacen amparándose en esos farragosos y largos términos de uso que casi nadie se lee y que, de ser aceptamos, les otorgamos el consentimiento previo para poner en marcha ciertas prácticas.
Bajo una piel de inocencia, estas plataformas no apuntan con un arma a nadie para que subamos una foto y la etiquetemos en un determinado lugar. Nadie está obligado, por tanto, a completar hasta el más mínimo detalle su perfil biográfico en Facebook. Lo hacemos y ya está. Bajo el juego del «consentimiento previo», las redes sociales y los servicios digitales se han cubierto las espaldas todos estos años para poder rentabilizar esa valiosa información. Para muchos, el oro del siglo XXI.
Somos los propios usuarios quienes, voluntariamente, cedemos parte de nuestra vida porque nos resulta útil o nos compensa estar dentro de Twitter, Facebook o utilizar Google. Pero ahí está verdaderamente el negocio. Parte de sus ingresos provienen de la publicidad online. A partir de los datos de perfiles se les entrega unos anuncios segmentados y personalizados. No les damos importancia, pero ha sido una estrategia rentable porque multiplica a los anunciantes. Y ya se sabe, a más anunciantes, más ingresos.
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